A veces me detengo a pensar en la ironía de la vida… en cómo corremos con tanta prisa por crecer, deseando ser adultos, tener libertad, independencia, control… y luego, ya grandes, suspiramos por aquella infancia que dejamos atrás, cuando lo teníamos todo sin saberlo: paz, inocencia, risas sin motivo, amor sin condiciones.

Trabajamos sin descanso para alcanzar metas, acumulamos dinero como si fuera la llave de la felicidad, y cuando al fin lo tenemos, descubrimos que lo hemos pagado con algo más valioso: nuestra salud, nuestro tiempo, nuestra esencia. Irónico, ¿no? Cambiamos la vida por una ilusión de éxito.

Nos aferramos al futuro, planeamos, tememos, corremos detrás de un “mañana mejor”… y al hacerlo, ignoramos el único momento real que tenemos: el ahora. Ni vivimos plenamente el presente, ni llegamos como esperábamos al futuro.

La vida está tejida de contradicciones. Decimos que no tenemos tiempo, pero lo gastamos en cosas que no nos llenan. Vivimos como si fuéramos eternos, y cuando la muerte llega —sin previo aviso— nos damos cuenta de que nunca aprendimos a vivir.

Y es que incluso la palabra “vida” nos da una pista: la “V” de vivir está al frente, lo demás es “ida”, se va… se esfuma… se escapa.

Hoy, más que nunca, elijo disfrutar del presente. Elijo valorar lo simple, lo auténtico, lo que me hace feliz. Elijo compartir mi tiempo con quienes amo. Porque la verdadera riqueza no está en lo que tengo, sino en lo que siento, en lo que comparto, en lo que soy mientras estoy aquí.

Rsantos