Hoy pensé en algo que me tocó el alma: algún día, mi hijo se sentará frente a alguien y hablará de mí. De cómo lo crié, de lo que vivió a mi lado, de lo que sintió cuando yo estaba —o cuando no supe estar. Y me pregunté: ¿qué historia le estaré dejando para contar?

No quiero que sus palabras estén llenas de reproches disfrazados de anécdotas. No quiero que en su voz haya un tono de nostalgia por lo que faltó. Quiero que, al hablar de mí, sus ojos brillen. Que sonría. Que su pecho se llene de orgullo y gratitud.

Deseo que su relato sea una historia de amor incondicional, de apoyo presente, de empatía en los días difíciles, de crecimiento conjunto. Que pueda decir que su padre lo escuchó, que creyó en él incluso cuando ni él mismo lo hacía. Que fui guía, pero también amigo. Que hubo reglas, sí, pero siempre envueltas en comprensión y respeto.

Me esfuerzo cada día por ser esa persona para él. Porque sé que el tiempo no perdona, y la infancia no se repite. Porque la forma en que yo lo trate hoy será la voz con la que él se hablará a sí mismo toda la vida.

Ojalá que, cuando le toque contar su historia, lo haga desde un lugar de paz. Que recuerde que en sus batallas nunca estuvo solo. Que su papá lo sostuvo, lo inspiró y lo amó con todo el corazón.

Y que cada vez que lo cuente, lo haga con una sonrisa que diga: “fui amado… y eso lo cambió todo.”