A veces me pregunto si como padres realmente estamos educando a nuestros hijos o solo los estamos domesticando. La diferencia es profunda: educar significa formar criterio, fortalecer valores, enseñar a pensar y a decidir; domesticar, en cambio, es imponer reglas sin conciencia, limitar la libertad y moldear a un hijo a conveniencia de lo que dicta la sociedad o lo que nosotros tememos.

Hoy vivimos una etapa compleja, donde las redes sociales, las modas y los nuevos géneros parecen invadir la formación de identidad de nuestros hijos, y sin darnos cuenta nos dejamos arrastrar por ese ruido externo. La consecuencia es que perdemos nuestro rol como líderes en casa. Y un hijo sin guía clara no se siente acompañado en su construcción interna: crece confundido, buscando validación afuera y olvidando el valor de lo que hay dentro.

En la psicología aprendí que los niños aprenden más de lo que observan que de lo que se les ordena. Cuando cedemos el liderazgo y solo corregimos conductas sin explicar, solo prohibimos sin comprender, solo imponemos sin dialogar, dejamos de ser guías y nos convertimos en domesticadores. Educar requiere paciencia, escucha, coherencia y sobre todo congruencia entre lo que decimos y lo que hacemos.

La verdadera pregunta que debemos hacernos no es si nuestros hijos obedecen, sino si entienden. No es si siguen las reglas, sino si aprenden a cuestionarlas de manera sana. No es si callan para evitar problemas, sino si hablan porque confían en nosotros. Ahí está la diferencia entre un hijo domesticado y un hijo educado: uno vive con miedo, el otro vive con criterio.

Como padres, recuperar el liderazgo en casa no significa imponer autoridad rígida, sino ser referentes de amor, respeto y firmeza. Solo así nuestros hijos podrán crecer con identidad propia, sin perderse en lo que las redes sociales les quieren imponer, porque sabrán que en casa tienen raíces sólidas, un ejemplo claro y un espacio donde se les enseña a pensar y a elegir con libertad y responsabilidad.