“Mi hijo no nació con un carácter definido. Dios me lo entregó en blanco, como una página limpia. Y esa es una verdad que me confronta profundamente, porque todo lo que él es —su manera de hablar, de reaccionar, de enfrentar la vida— ha sido moldeado en gran medida por lo que ha visto y vivido a través de mí.
Como psicólogo, entiendo que el ser humano se forma en la interacción con su entorno, especialmente en los primeros años de vida, donde la figura parental se convierte en el primer espejo. Yo fui ese espejo. Mi hijo aprendió no solo de lo que le dije, sino, sobre todo, de lo que hice. Absorbió mi forma de amar, de enojarme, de resolver los conflictos, de manejar la frustración. Y hoy, cuando lo veo actuar, no puedo evitar preguntarme: ¿qué tanto de lo que veo en él es un reflejo de mis propias sombras o de mis virtudes?

Esta no es una reflexión para culparme ni para caer en la autocrítica destructiva. Es, más bien, un llamado a la conciencia. A entender que educar no es solo corregir conductas, sino también revisarme constantemente, crecer junto a él, sanar lo que necesito sanar para no transmitirlo.
Mis hijos no necesitan que sea perfecto. Necesitan que sea real, consciente y dispuesto a transformar lo que sea necesario para dejar en ellos lo mejor de mí. Porque el amor no solo se da; también se enseña. Y yo quiero que mis hijos aprendan a amar la vida, a respetarse, a reconocer su valor… comenzando por lo que ven en mí.”