He comprendido que cuando un padre o una madre decide sanar, está abriendo una puerta sagrada, no solo para sí mismo, sino para toda su descendencia. Sanar es un acto de amor profundo, invisible a los ojos, pero tan real que los hijos lo perciben en el alma, en la energía del hogar, en la forma en que se sienten mirados, escuchados y amados.

Hoy entiendo que sanar no es pretender que nada ocurrió, ni negar las heridas, sino mirarlas de frente, darles un lugar y abrazarlas con compasión. Es elegir no seguir cargando el peso de historias no resueltas, para que nuestros hijos no tengan que hacerlo por nosotros. Cuando yo sano, libero. Cuando yo suelto, enseño. Y cuando yo me transformo, muestro el camino.

No busco ser perfecto, porque la perfección es una ilusión. Lo que sí elijo cada día es ser consciente: de mis palabras, mis actos, mis emociones y mis silencios. Ser consciente me permite construir vínculos más sanos, relaciones más ligeras, amor sin cadenas.

Sanar es un legado. Lo hago por mí, por quienes me antecedieron y no supieron cómo hacerlo, y por quienes vendrán, para que encuentren una tierra más fértil donde florecer. Porque si yo me sano, mi linaje también respira.

Rsantos